De vuelta a la urbe
Es difícil volver a Santiago después de doce años viviendo en el norte. La cosa es diferente: mucha gente que va, viene, te empuja y no te mira. Autos, gran cantidad de ellos se ven pasar por calles, avenidas y pasajes. La vida se torna una vorágine (sin) sentido y con ella me quedo, aunque el aire esté contaminado y los niños boten la basura por la ventana del bus.
Secretos nocturnos
De a poco el sol asomó tímidos rayos de luz que alejaron la bohemia de la calle y le daban la bienvenida al ajetreo, los codazos y el ceño fruncido.
Los perros volvieron a escarbar en la basura; los vagabundos también. Y ahí, en una de las habitaciones del motel cercano a la Alameda, estaba el señor del sombrero sentado a los pies del cuerpo ensangrentado de quien, por diez mil pesos, le había permitido indagar en su alma.
Llamadas (in) esperadas
Voy caminando por el asfalto citadino, ensimismada en mis cordones desatados, cuando suena mi teléfono.
- Señorita seria, ¿es usted?
- Sí, al menos eso dice mi carné.
- Le tenemos una noticia. Mañana le caerá un trocito de sol el que llegará a sus ojos e iluminará su alma, logrando que todos dejen esa eterna fila para abordarse a sí mismos.
- ¿Qué formulario tengo que llenar? - dije incrédula mientras miraba mis desgatadas zapatillas.
- Ninguno. Sólo tiene que cerrar los ojos, ya que posee buenos fantasmas a su alrededor. Sólo cierre los ojos y espere ese trozo de sol.
Es difícil volver a Santiago después de doce años viviendo en el norte. La cosa es diferente: mucha gente que va, viene, te empuja y no te mira. Autos, gran cantidad de ellos se ven pasar por calles, avenidas y pasajes. La vida se torna una vorágine (sin) sentido y con ella me quedo, aunque el aire esté contaminado y los niños boten la basura por la ventana del bus.
Secretos nocturnos
De a poco el sol asomó tímidos rayos de luz que alejaron la bohemia de la calle y le daban la bienvenida al ajetreo, los codazos y el ceño fruncido.
Los perros volvieron a escarbar en la basura; los vagabundos también. Y ahí, en una de las habitaciones del motel cercano a la Alameda, estaba el señor del sombrero sentado a los pies del cuerpo ensangrentado de quien, por diez mil pesos, le había permitido indagar en su alma.
Llamadas (in) esperadas
Voy caminando por el asfalto citadino, ensimismada en mis cordones desatados, cuando suena mi teléfono.
- Señorita seria, ¿es usted?
- Sí, al menos eso dice mi carné.
- Le tenemos una noticia. Mañana le caerá un trocito de sol el que llegará a sus ojos e iluminará su alma, logrando que todos dejen esa eterna fila para abordarse a sí mismos.
- ¿Qué formulario tengo que llenar? - dije incrédula mientras miraba mis desgatadas zapatillas.
- Ninguno. Sólo tiene que cerrar los ojos, ya que posee buenos fantasmas a su alrededor. Sólo cierre los ojos y espere ese trozo de sol.
Foto: Google